Por: Daniel Gómez Escalante

En el filme Paris, de Cedric Klapisch, los sentidos son puestos a prueba para describir y reconstruir una ciudad que es obvia para todos.

La ciudad de la Torre Eiffel es desconocida aquí, es una visión para turistas, la ciudad es descrita aquí a través de los ojos de un hombre desahuciado; que comienza por primera vez a darse cuenta de lo pequeño que es en este mundo, las limitaciones de su tiempo y la relación que su ciudad tiene para con sus habitantes.

Lo moderno y lo antiguo conviven en una metrópoli que se califica a sí misma de eterna, sin más argumentos que la vida, sencilla pero tenaz, de sus pobladores: la vendedora de flores, el maestro enamorado de su estudiante, afro-descendientes, adquiriendo una identidad propia en una ciudad cliché.

Más todo esto, bajo la óptica severa, pero humilde del protagonista, y la amargura de su hermana; encarnada por la célebre Juliette Binoche. Esta poderosa mujer se ve sometida a los avatares de la ciudad donde vive, representa a la ciudad misma, que no tiene la culpa del cambio de las eras y que siempre fue tildada de romántica atormentada, por lo que debió ser y por la condición de su hermano, comienza a adaptar su vista a la de redescubrir el poblado de las Mil Luces. Las luces de Paris, son aquellas mentes lúdicas, atrapadas en un ritmo de vida impuesto por un canon venido de una épica barata: la ciudad que acogió al Jorobado, la ciudad que resistió el nazismo, es otra, es diferente, es histórica. La ciudad aquí es una calle y una calle que representa el mundo, sencillo pero hermoso; de alguien que no tiene nada más por qué vivir.


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